El jefe Diego, el misterio y la faida
Carlos Fazio
Desde hace un cuarto de siglo, tras la imposición de las políticas neoliberales, la corrupción, producto histórico estructural del capitalismo familiarista y amoral de México, generó una balcanización acelerada de la administración gubernamental. Ante la ausencia de sólidas instituciones políticas y de mercado, y la irrupción de una nueva clase política facciosa más preocupada por los intereses particulares que por los públicos, en colusión con una clase empresarial con un pie en la economía legal y otro en la ilegalidad, el crimen se convirtió en un elemento orgánico del sistema monopólico de control político y social.
Con la entronización fraudulenta del clan Salinas en 1988, y tras los crímenes de Estado de 1993 y 1994 (los asesinatos del cardenal Juan Jesús Posadas y los priístas Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu), fue tomando fuerza un gobierno privado extralegal de tipo cleptocrático y mafioso, que de manera acelerada derivó en un estado generalizado de contra-institucionalización. La protección extorsiva de los comportamientos ilegales por grupos gansteriles en el seno del viejo partido de Estado, el Revolucionario Institucional (PRI), dio paso a una violencia reguladora de nuevo tipo que, cada vez más, recurrió al asesinato y a las purgas como norma.
Cabe anotar que la gestión de los mercados ilegales es siempre la gestión del desorden y de la faida, principio que en el viejo derecho germánico sancionaba el derecho a la venganza. Así, desde los cimientos del caos se normalizaron o naturalizaron el gobierno del crimen y la eliminación física recíproca como mecanismo de la protección criminal a la criminalidad por medio de una supracriminalidad, y de la ilegalidad por medio de la suprailegalidad.
Como señala Giulio Sapelli, es la escasez de legalidad la que produce la contra-institucionalización del gobierno criminal: éste crea, con un mercado propio, una clase política propia, que regula, administra y reproduce el sistema. Visto así, desde comienzos de los años noventa del siglo pasado asistimos a una refeudalización política del Estado, que abortó de manera temprana las expectativas de cambio y transición a la democracia de amplios sectores de la ciudadanía consciente.
Desde entonces, como un continuum, de la mano de la corrupción político-económica y la circulación de enormes masas de capital derivadas de múltiples actividades ilícitas (entre las que destaca el narcotráfico), el elemento de la violencia fue decisivo para imponer una paz de mercado, donde la competencia es eliminada. Se trata de una violencia reguladora (disuasiva, represiva, aniquiladora) que busca establecer el monopolio de la economía criminal, eliminando a los otros jugadores, y que ha venido operando como una especie de mano visible que, en última instancia, regula la resolución de los conflictos y la continuidad del círculo vicioso de la ilegalidad.
Una ilegalidad y una violencia física desembozada, en apariencia anárquica, que entraron en una fase de descontrol y se profundización durante los dos gobiernos facciosos y derechistas del Partido Acción Nacional (PAN), encabezados por Vicente Fox y Felipe Calderón, y que llega hasta nuestros días con la desaparición forzosa del ex senador panista Diego Fernández de Cevallos y el atentado contra el general Arturo Acosta Chaparro, prototipos, ambos, con sus especificidades y campos de actividad respectivos, de la colusión entre individuos y empresas en el marco de gobiernos amorales de tipo delincuencial, basados en un sistema de economía plutocrática-mafiosa.
El amasiato de los poderes Ejecutivo y Legislativo visibles con el poder invisible de los lobbys empresariales, legales y criminales, dio paso, para usar la figura de Bobbio, al actual neopatrimonialismo extralegal mexicano, que opera al margen de toda regla institucional. Como en Italia, Colombia o Rusia, corrupción personal y corrupción institucional –o sea en nombre del partido y en violación de las leyes que regulan su funcionamiento– involucran hoy en México de manera transversal a los principales clanes políticos, llegando hasta los más altos vértices del Estado.
En ese contexto, en el caso del jefe Diego, moderno señor feudal y personaje polémico que logró amasar una escandalosa fortuna desde los tiempos del gobierno de Carlos Salinas de Gortari (Punta Diamante, Banco Anáhuac, etcétera), señalado por sus relaciones inconfesables y tráfico de influencias (Martí Batres aseguró que el panista es abogado del narco y empleado de la mafia), podríamos estar ante el rompimiento de los consensos y pactos entre grupos competidores violentos que interactúan en los mercados de la ilegalidad, y que se mueven en los espacios de confluencia de empresas poderosas, clanes partidarios y mafias enquistadas en una administración pública balcanizada y penetrada por una gran corrupción.
En medio del caos y la violencia imperantes (México se colombianiza, Calderón dixit), Diego Fernández de Cevallos pudo haber sido alcanzado por la faida o el derecho a la venganza de alguno de los grupos invisibles rivales que gobiernan desde la ilegalidad. O, como se ha señalado de manera más clara, el jefe Diego pudo ser el objetivo elegido para dirimir ajustes de cuentas dentro de las mafias del poder; sin descartar, claro, en ese mismo escenario, que se trate de un secuestro o crimen de un sector del Estado, dirigido a provocar reacomodos en el seno de una cúpula colusiva signada por la relación empresa-clase política.
Más allá del silencio oficial y los galimatías informativos, Diego es el mensaje y nadie está a salvo.
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