Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing suena mi celular (que en realidad suena más como tiruriruriruriru). Es mi madre que me anuncia que ya está a una cuadra de mi casa, junto a mi padre y una de mis hermanas. Acaban de llegar de Ensenada, un viajecito de casi dos horas en carro. Vamos al mitin de Andrés Manuel López Obrador que es aquí, en Tijuana, “donde empieza la patria”. Es la primera vez que viene AMLO como candidato presidencial… para los comicios del 2012, y hay mucha expectación. Mi familia sabe llegar de Ensenada hasta mi casa, pero de ahí es mi bato quien debe manejar al centro. Cambiamos de conductor y nos encaminamos a comer a un restorán de cocina italiana. Es temprano, como las 3 pm, y el acto proselitista empieza a las 4, tal vez más tarde. Con la pizza ya en nuestros platos y el infalible vino de la región en nuestras copas (los Valles de Baja California son tan nobles) hablamos de política, de izquierdas, de ellos [mis padres], de sus historias. Mi papá escucha las aventuras que acerca de él cuenta mi madre, ambos con amplia experiencia en esto de los mítines, tanto como oradores incendiarios que como el pueblo que se enciende. Mi madre narra precisamente eso, cómo un camarada en los setentas daba discursos lanzando la chispa para enardecer al pueblo, y cómo ante ello mi padre se convertía en el incendio.
Muchas
pasiones, mucha efervescencia, muchas ganas de transformar el mundo. Ellos han
hecho su parte: ellos (mis padres, su generación) han estado vinculados a las
izquierdas desde siempre, no fueron los suyos sueños de juventud que murieron
con la vorágine del capitalismo, no: los suyos han sido ideales por los que
siguen luchando. Ya hicieron proselitismo clandestino en tiempos de temible
persecución, ya pegaron cartelones a la media noche, ya tomaron los micrófonos
para despertar aletargados, ya invadieron terrenos para construir escuelas, ya
mi padre fue diputado federal por un partido socialista, ya habló en el
Congreso de la Unión de los temas fundamentales, ya renunció a ese partido por
tergiversar la lucha inicial, ya defendió el voto ciudadano como parte del
órgano electoral, ya renunció al órgano electoral cuando [éste] cometió fraude,
ya fundó una organización política estatal para seguir proponiendo nuevas
alternativas. Cantaron ‘La Internacional’ muchas veces, todas las veces;
alzaron el puño izquierdo, impartieron clases, escribieron ensayos. Ambos han
estado construyendo rutas para transformar este México desde mucho antes que yo
naciera. Sin credo religioso alguno, nos han enseñado a creer que es posible un
mundo mejor por la vía de la lucha social. Ahora, con los cabellos canos y un
andar tranquilo, siguen en lo mismo: caminando hacia la consolidación de esas
luchas de toda una vida.
La bohemia
es casi inherente a las ideas subversivas, y –al menos en el caso de mi familia
y muchos de los amigos, nuestros amigos– el buen humor impera. Mi mamá, que
además es poeta (feminista o no detesto eso de “poetisa”), platica al borde de
la burla las hazañas de mi padre, y mi padre –que de un tiempo para acá es más
oyente que discursivo– ríe. Todos reímos, todos brindamos con tremendas copas.
Mi hermana comparte en facebook lo bien que la estamos pasando y el resto de
mis hermanos aprueba el convivio a la distancia con tres ‘likes’. Pero pasan de
las 4 y hay que avanzar hacia el templete, a unas cuadras del restorán.
Llegamos a
la Calle Tercera, nos ubicamos frente a unas pantallas con ensordecedoras
bocinas y consensamos que ése es un buen punto para oír al candidato, sin
empujones. Pero mi padre, que ha estado muy silencioso, habla: quiere ir más enfrente.
Caminamos media cuadra y nos topamos con una segunda pantalla, con espacio
suficiente para instalarnos sin quedar demasiado apretujados. Se ve que es
mucha la gente. Paramos unos minutos, hasta que mi padre vuelve a manifestar su
deseo de llegar lo más cercano al escenario, lo más que se pueda. Ahí mi madre
y mi hermana claudican, pero mi bato y yo tenemos el encargo de guiar a mi papá
por entre el conglomerado, al que conforme nos adentramos se pone más
imposible. También tenemos el encargo de cuidarlo: mi padre usa bastón y está
malo de un ojo. Empezamos a dejarnos llevar por la marea humana que viaja en
dirección a la Calle Segunda. Lo hacemos oprimidos por torsos extraños de
hombres y mujeres que al chocar contra nosotros sonríen. No hay malas intenciones,
es simplemente inevitable. Todos queremos ver al candidato, algunos [muchos] le
llaman Presidente.
Embudo
humano. Quedamos atrapados en un cuello de botella en el que ni para adelante
ni para atrás... Sólo nos mecemos, multitud y nosotros. Estamos tan apretados.
Mi bato y yo hacemos una especie de barrera entrelazando nuestros brazos
alrededor de mi padre, en una suerte de guaruras. Mis brazos ocupados impiden
acomode mi cabello. Padezco los jaloneos. Muchachos nos observan y piden no
empujar. “Hay gente mayor aquí, hay niños, no empujen”, gritan. Pero nada
sirve, alebrestados quieren todos avanzar hacia el lado opuesto de donde se
ubican. Yo sólo quiero que a mi papá no lo aplasten.
Andrés
Manuel ya está sobre el escenario mas son otros los que acaparan el micrófono,
candidatos locales que pocos conocen. En lo que parlotean allá arriba, acá
abajo la aglomeración empieza a ceder. Han [hemos] entendido que de ahí ya
nadie se mueve, mejor ni intentarlo. Le digo a mi padre “estamos en un concierto
de rock” mientras le sujeto la mano que no se apoya al bastón; un señor nos
mira y abre un espacio para pasar frente a él, a un huequito menos comprimido.
Agradecemos. Respiramos. Estamos en la pura esquina de la Calle Segunda, a unos
30 metros del templete. Y entonces, el momento esperado: López Obrador toma la
palabra. Aplausos, vitoreos, reiteraciones, vaivenes de banderas, cánticos y
silencios, muchos silencios porque también queremos ponerle atención. Nuestra
faena nos permite además verlo y tomarle fotos.
Nos dice lo
que todos sabemos: este país está gobernado por la corrupción y la injusticia.
Nos dice lo que todos deseamos: eso se va a acabar. Pormenoriza en cifras para
demostrarnos que sabe de lo que habla, que no son promesas al vapor, que México
no es un país pobre sino que su riqueza se ha monopolizado. Nos dice que es
posible, que no son sueños, que no es gatopardismo, que el cambio es verdadero.
Su acento tabasqueño aflora y causa gracia entre los norteños, pero otros se
enorgullecen y desahogan un “¡paisano!”. Desde los balcones –con una vista
privilegiada– grupos de empresarios colocan lonas para anunciar su apoyo. Se
percibe la alegría, la empatía, se percibe sobre todo la esperanza.
Arribaron
camiones desde los valles más lejanos del estado, los de Mexicali y los de San
Quintín. Arribaron desde Tecate y Ensenada. Fueron muchos compatriotas
radicados en California. Y lo hicieron porque se organizaron para acudir a
demostrar el apoyo, para escucharle y verle en vivo, completito, no como lo
pasan en la televisión. Un discurso de hora y media que algunos, entre ellos mi
padre, empiezan a resentir en las piernas. Pero estamos todo el acto y
levantamos la mano cuando Andrés Manuel nos pregunta si vamos a ser
protagonistas de este cambio, si vamos a convencer a otros, si vamos a defender
el voto. Y no sólo levantamos la mano sino que le coreamos (miles que allí
estuvimos) “¡no estás solo!”.
El candidato
acaba y nosotros caminamos a la Calle Tercera hacia mi madre y mi hermana, que
se han encontrado con mi tío. En el trayecto saludamos conocidos. Qué bonito es
coincidir. Nos dirigimos a un café para que mi hermana recargue energías, pues
ya son casi las 8 y tiene que manejar otro par de horas de regreso a Ensenada.
Mi padre va risueño ante los comentarios de mi madre que asombrada se entera
hasta dónde llegamos. Por fin sentados, a mi padre le cuestionamos la razón de
su osadía (por mí nos hubiéramos quedado en un punto desahogado, honestamente).
Sigue el cotilleo muy simpático en la mesa y mi padre, con su voz queda, me
explica: “para verlo en una pantalla, ni la vuelta”.
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