El embajador
Luis Javier Garrido
En vísperas de la marcha por la paz, de Javier Sicilia, a Ciudad Juárez (4-10 de junio), y de la inminente ratificación del próximo embajador de Barack Obama en México, y en medio del debate sobre la despenalización de las drogas, el gobierno de la ultraderecha mexicana no hace más que insistir en su discurso violento.
1. La rápida designación hecha por el gobierno de Barack H. Obama de Earl Anthony Wayne, como nuevo embajador estadunidense en México, para remplazar al defenestrado Carlos Pascual, inviable para el cargo tras la difusión hecha en marzo por La Jornada de diversos cables filtrados por Wikileaks –en los que funcionarios de la embajada criticaban acremente a la administración calderonista y a las fuerzas armadas mexicanas por su papel en la supuesta “guerra contra el narco”–, es una evidencia tanto de la prioridad que reviste para el Departamento de Estado la estrategia que ha seguido en nuestro país para subordinar al gobierno panista como de la urgencia que tiene en profundizarla, visto el perfil del designado: un experto en energía y en contrainsurgencia.
2. La cuestión fundamental para México no es, sin embargo, el perfil del nuevo embajador, que ha sido subsecretario de Estado adjunto en asuntos económicos y de energía con Bush (2003-2006), y quien durante su gestión diplomática en Buenos Aires (2006-2009) dio muestras del nuevo estilo de los neoliberales washingtonianos, que perdiendo todas las formas no se arredran ante los conflictos que pueden generar, como le aconteció con la administración Kirchner, lo que lo condujo a Kabul como número dos de la embajada en Afganistán para hacerse cargo de la guerra, y ha llevado a varios analistas de su país a sugerir cuál será el papel que desempeñará en un momento en que es evidente el fracaso de Calderón en la “guerra contra el narco” y en el que, según ellos, se exacerban los problemas en la frontera sur de México.
3. El problema para México no es él, desde luego, designado en función de los intereses expansionistas de Washington, sino las políticas del gobierno panista, que ha subordinado las instancias de seguridad mexicana a Estados Unidos, en un proceso cada vez más complicado de revertir y, sobre todo, la composición de la nueva “clase política” de los tres principales partidos, integrada en su mayoría por neoliberales ambiciosos, carentes de una comprensión de las necesidades populares y de una idea de la nación y de las instituciones de la República, y dispuestos a entregar el país a Washington, lo que ha agravado el gravísimo deterioro institucional.
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