abril 07, 2011

Discursos Javier Sicilia (abril 6, 2011)


A LAS FUERZAS ARMADAS DE MEXICO.

Ustedes han sido siempre los custodios de la paz de la nación. Por ello, nunca habríamos querido verlos fuera de sus cuarteles más que para repeler una invasión extranjera o para ayudarnos, como lo han hecho siempre, en las catástrofes naturales. Ahora los han sacado a la calle para combatir lo que a las policías pertenece. No los queríamos allí, pero allí los han puesto, provocando con ello una escalada en la violencia al incitar al crimen organizado a enfrentarse a ustedes con armas más poderosas. Son ya cuatro años de guerra y lejos de disminuir, el consumo y tráfico de drogas ha aumentado, lejos de sentirnos seguros, nos sentimos con miedo y coraje ante la impotencia de verlos pelear en nuestras calles. Por ello les exigimos, como ciudadanos de esa patria que defienden y custodian todos los días, que no permitan que en sus filas anide el crimen y crezca la complicidad.


Muchos de los asesinos que hoy dañan a la nación de manera terrible en nuestros hijos e hijas, provienen de la deserción de sus filas. La crueldad con la que esos desertores actúan tiene un origen que debe ser revisado cuidadosamente y sanado dentro de sus instituciones para que la deserción no se repita ni los códigos de honor que deben ser parte de la educación de las fuerzas armadas no se traicionen nunca ni en ninguna situación.

Bajo el peso de los casi 40,000 muertos que llevamos a nuestras espaldas, en medio de las mal llamadas bajas colaterales que su intervención en esta guerra ha producido, en medio del horror y del infierno que parecen no tener fin, en medio de la inseguridad que se ha apoderado del espacio y del tiempo de nuestra nación hasta convertir los espacios públicos y las horas, en los lugares y las horas equivocadas, en medio de esta miseria, ustedes deben devolvernos la confianza de que realmente custodian a la nación y de que no debemos temerles cuando nos encontramos frente a ustedes.
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Esa confianza, custodios de la patria, sólo podrá ser devuelta cuando ustedes dejen de mirarnos como meras estadísticas de guerra y cuiden las sagradas vidas de los jóvenes que son la vida de nuestra nación. Nuestros muertos, los muertos que llevamos todos en nuestro corazón a causa de esta absurda guerra, esos muertos que nos duelen, recuérdenlo bien, no son bajas colaterales, no son cifras, no son números en un expediente, no son abstracciones. Son seres humanos con un nombre, una historia, un rostro y sueños. Recuerden también que detrás de cada una de esas vidas cegadas hay padres, madres, hermanos, familias que como la mía y la de los muchachos que murieron también asesinados al lado de mi hijo Juan Francisco el 27 de marzo están amputadas y no podrán ya ser las mismas en la felicidad que merecían y les correspondía. Por ello, por ese dolor sin límite, hoy más que nunca el respeto a los derechos humanos debe obligarlos absolutamente a evitar esa tragedia que llaman irresponsablemente daños colaterales.

El dolor, custodios de la patria, que nos ha hecho salir a las calles y detenernos un momento delante de su casa es para finalmente decirles que el dolor no debe servir para sembrar odio sino para encontrar la paz, el amor y la justicia que perdimos.


A LA PGR.

Uno de los males fundamentales que tiene sumida a la nación en el dolor, en la muerte, en el miedo, en la desconfianza y la incertidumbre es no sólo la falta de una verdadera y sólida procuración de justicia en nuestro país, sino la corrupción que desde hace mucho tiempo se ha instalado en el corazón de sus instituciones. Esta obviedad que está en la mente, en la piel, en el dolor de los ciudadanos como una herida que no cierra, lleva cargando sobre sus espaldas no sólo casi 40,000 muertos, sino otros tantos miles de casos no resueltos por omisión, por comisión o por complicidad con el crimen. Los mejores de ustedes han tratado de sanear ese corazón fundamental para la vida de la sociedad. Pero se ha logrado poco. No sólo la mayoría de los casos quedan sin resolver y se archivan como si los sufrimientos y los agravios de seres humanos fueran sólo eso, casos, no vidas humilladas que piden la restitución de una dignidad perdida o arrebatada, sino que muchas veces también los asesinos que arrancan la vida de nuestros hijos salen de sus propias filas. Así lo expresó hace unos días el propio Procurador de Justicia de Morelos cuando en relación con la muerte de mi Juanelo, de Luis, de Julio y de Gabo, definió a sus asesinos como “personal que estuvo involucrado en instituciones públicas” y que pueden ser “policías, agentes ministeriales o militares”, para luego desdecirse por temor o compromisos con lo políticamente correcto.

Impartir justicia después de conocer la verdad de los hechos es probablemente la mayor responsabilidad que una autoridad puede tener. Cuando no se asume esta responsabilidad y, como ha sucedido a lo largo de décadas en esta nación, se conciente la impunidad, tenemos esta sociedad que alienta la violencia y debilita, como nos está sucediendo ahora, a todas las instituciones de la nación. Y sin justicia ni paz, yo les pregunto por todos los ciudadanos, ¿cómo se puede vivir?

Sabemos que en estos tiempos en donde por este consentimiento está desgarrado el corazón de nuestro país y se ha instalado en él la violencia irracional y el miedo, no es fácil ser un buen policía, un buen juez, un buen abogado, un buen fiscal. Sin embargo, no tenemos otra opción; ninguna otra opción. Si no tenemos policías, jueces, abogados, fiscales, honestos, valeroso y eficientes; si se rinden al crimen y a la corrupción, están condenando al país a la ignominia más desesperante y atroz.

Señor procurador de Morelos, señores procuradores de cada rincón del país, policías y miembros de los ministerios públicos cumplan con la justicia que no han procurado y que hoy les reclamamos. Sólo así tendrán de nuevo nuestra confianza y sabremos que no nos encontramos solos e inermes como hasta ahora nos encontramos. Reconozcan el lugar que tienen como pilares de esta casa que llamamos México

El dolor que nos ha hecho salir a las calles es, como se lo dijimos a las fuerzas armadas, al detenernos delante de su casa, no debe servir para sembrar el odio y fomentar el crimen sino para encontrar el amor, la paz y la justicia que perdimos.

Cumplan con su trabajo dignamente.

EN EL ZÓCALO

Los espantosos asesinatos de mi hijo Juan Francisco Sicilia Ortega, de Luis Antonio y Julio César Romero Jaime, y de Gabriel Alejo Escalera, han llenado de indignación y de dolor a la ciudadanía de Morelos y de la nación entera. Sus nombres, sus historias y sus sueños destrozados, que el amor de la ciudadanía sacó a la luz pública, ha hecho posible que se pusiera también nombre, historias y sueños a otros miles de muchachos asesinados y criminalizados por la violencia que se ha apoderado del país, de sus instituciones y de la imaginación del narcotráfico y de esa mal llamada clase política. Hasta antes de ellos, con algunas excepciones, esos muertos eran, como lo dije delante de las casa del ejército y de la justicia, simples cifras, simples abstracciones, bajas colaterales o criminales, “escorias”, como estúpidamente se les ha llamado. A partir de ellos, esas cifras son lo que siempre han sido y siempre deberán ser: vidas humanas cegadas y familias destrozadas, dolor que día tras día se ha ido acumulando en los corazones de todos los ciudadanos de este país. Juan Francisco Sicilia Ortega, Luis Antonio y Julio César Romero Jaime, Gabriel Alejo Escalera, no sólo son desde que los encontraron asesinados el nombre de todos esos muertos anónimos cuyos casos se encuentran en los archivos de las procuradurías y del ejército y en la desmemoria de nuestros gobernantes, son también el nombre de nuestros muchachos vivos, de nuestra juventud que corre el mismo peligro y a quienes no estamos dándole la vida que merecen. Porque mientras los pocos muchachos –cada vez menos– que pueden alcanzar un alto nivel educativo, carecen de empleo, son subcontratados o subpagados y están en peligro de ser asesinados como fueron asesinados nuestros hijos, los muchos otros que no pueden siquiera acceder a la educación y a la cultura, ni siquiera a un empleo subpagado, se encuentran a la deriva, con el horizonte roto, seres humanos que están o pueden ser reclutados por el crimen organizado para matar y terminar también asesinados.

No hablo de una fatalidad. Es lo que hemos construido con la corrupción de las instituciones, con el desgarramiento del tejido social, con la mezquindad de los pleitos y los intereses políticos que sólo buscan enriquecerse con la desgracia, el temor y la simulación; eso es lo que hemos construido cuando decidimos desalojar las virtudes de la educación y decidimos que sólo el dinero, la producción desmesurada, la competencia y el consumo sin límites serían nuestros dioses; eso es lo que hemos construido cuando hicimos del egoísmo y del enriquecimiento una virtud y arrojamos las riquezas de la cultura, de la educación, de la amistad, de la convivencia y de la solidaridad al terreno de las cosas inútiles.

Cuando los seres humanos tienen que levantarse día con día para hacer vivir a sus hijos con salarios miserables y saber que quizá no regresarán porque nuestras autoridades no están haciendo lo correcto; cuando los criminales, a fuerza de impunidad, han perdido sus códigos de honor; cuando, por lo mismo, deben vivir de lo que los católicos llamamos la esperanza en Dios, porque los gobernantes y los empresarios no pueden darle ya a sus compatriotas una esperanza humana, que es la sombra de la esperanza de Dios, cuando esto sucede, y es lo que está sucediendo, es señal de que empezamos ya a habitar en el infierno.

Desde que mi hijo Juan Francisco y Luis y Julio y Gabo fueron asesinados, sentí a cada uno de los muchachos y muchachas, y a cada niño y niña de esta nación como miembros de una misma familia –mi familia, mis hijos– que debemos cuidar para que sus sueños no se conviertan en la pesadillas que desde hace tiempo ha comenzado a invadirlos. No podemos permitir más que un muchacho, una muchacha, un niño o una niña sean asesinados. A ellos, los jóvenes de esta nación, que saben usar las redes sociales del espacio cibernético, le pedimos que se convoquen, que se unan, que salgan a las calles y que recuerden que desde siempre las juventudes han movido montañas y le han devuelto la esperanza a la humanidad, como lo vemos hoy en otras latitudes. Aduéñense del presente y decidan el destino y la nación que ustedes quieren.

Cuando sucedió esta desgracia yo no me encontraba en el país y ustedes, que están aquí y a los cuales les agradecemos infinitamente, tomaron, como hermanos, mi causa que es la de todos. Ustedes también tomaron por mí y por los demás padres de familia que estaban sin voz la responsabilidad de exigirle al gobierno de Marco Antonio Adame –un gobierno hasta ahora omiso– el esclarecimiento de los crímenes que debe darse a conocer hoy.

Hasta el momento sólo se nos ha informado que se han identificado a los asesinos, que se han girado las órdenes de aprensión, pero que los asesinos aún permanecen libres y que se desconocen los móviles de este asesinato irracional. Eso no nos basta. Por ello he decidido quedarme aquí, en esta plaza, delante de las ofrendas que han levantado por nuestros hijos, junto con todos aquellos que quieran acompañarme, y en oración, hasta el miércoles 13 de abril. Ese plazo es el que les damos al gobierno de Marco Antonio Adame para que frente a nosotros, frente al pueblo de Morelos, que convocamos a acompañarnos en esta plaza, toda la ciudadanía de Morelos que convocamos para ese día aquí, presenten ante la justicia a los asesinos de nuestros hijos y a sus cómplices. Si no los presentan con pruebas suficientes de que son realmente los asesinos queremos entonces ver salir al gobernador con su renuncia. Los gobernantes deben de entender que son nuestros representantes, nuestros servidores, y que si son inútiles e ineficientes deben irse sean del partido que sean y de la ideología que sea. Un gobierno, como nos lo enseñó Gandhi, sólo existe porque lo aceptamos. Si les retiramos nuestro apoyo ¿qué queda de él?

En el antiguo derecho romano existía una figura: el homo sacher (el hombre sagrado) cuyos crímenes el Estado no podía castigar, pero a quien cualquiera podía matar y quedar impune; un ser que al mismo tiempo que estaba excluido de todos sus derechos civiles era sagrado en un sentido negativo. Hoy en México todos somos de muchas maneras hombres sagrados, es decir, seres desnudos, carentes de protección política y susceptibles de ser asesinados por cualquiera. Hoy también, los ciudadanos que nos quedamos en esta plaza somos más que nunca –como lo fueron Juan Francisco, Luis, Julio, Gabo, la noche en que los asesinaron, como lo fueron también los niños de la guardería ABC, los hijos de las madres de Salvarcar, que hoy nos acompañan, y los casi 40,000 asesinados de este país– hombres sagrados y desnudos. Lo somos porque las autoridades del Estado así lo han decidido con su ineficiencia y porque ante sus omisiones quedamos expuestos a la irracionalidad de los criminales que han perdido cualquier proporción y límite. Si alguien puede protegernos y custodiarnos en estos momentos son millones de conciencias que, gracias a los medios, están atentas a lo que pueda sucedernos.

Hace unos días –y estoy por terminar– leí en esta misma plaza el último poema que escribiré (dedicado a mi Juanelo) hasta que el cuerpo de este México desgarrado en sus inocentes resucite. Ese silencio poético no es, como muchos lo han interpretado, una claudicación, sino un grito. Hay silencios más profundos y significativos que la palabra que viene de él y en él se recoge.

Desde ese silencio poético donde la palabra aguarda hacemos un llamado a las autoridades del país, al Presidente de la República, al Congreso de la Unión, al poder judicial, a los Congresos locales, a los Gobernadores, a los Presidentes Municipales, a los líderes de los partidos políticos, a sus miembros, a los llamados poderes fácticos, a los sindicatos, a los jerarcas de las Iglesias, a los empresarios, a los capos y a las mafias de toda laya para que escuchen. Este silencio doloroso y terrible está gritando cuatro hermosas y profundas palabras: dignidad, paz, justicia y concordia. Ese es el grito que está en el latido de nuestro amado México, el grito de nuestros hijos a quienes la inmisericorde violencia les asfixió la palabra en los pulmones y el de los que estamos aquí, de pie, sembrando nuestra esperanza y gritando por ellos.

Además opino que hay que devolverle la dignidad a esta nación y combatir la violencia con la poesía. Ni un joven ni un niño más asesinados.


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